No pasa nada
Ninguno de nosotros sabía que era el fin.
No es que no lo estuvieran diciendo, pero nos cansamos hace mucho tiempo de escuchar a los profetas y nadie los estaba tomando en serio.
“Es solo una gripe”, decían y al principio les creímos. De hecho, cuando la curva de contagios se fue aplanando, empezamos a creer que nos habíamos salvado esta vez.
Pero ojalá hubiera sido la gripe la que terminara con nosotros. Con una enfermedad tienes la sensación que puedes luchar, quizás perder la batalla, pero crees que alguien podrá ganarla. Lo otro es más desconcertante.
Yo empecé a sospechar que algo raro estaba pasando cuando empezaron a morirse las mascotas. Nada raro, un perro viejo y enfermo, otra que se queda en la mesa de operaciones, un pez que se ahoga en su pecera… todo muy normal, la vida sigue.
Pero resulta que no.
Por décadas el cine nos pintó el apocalipsis con explosiones nucleares, invasiones alienígenas y carreras en el desierto. Nadie nos preparó para nada.
Es decir, nada.
Ni Anticristo ni Armagedón, ni jinetes ni trompetas. Solo un silencio que se ha venido apoderando del planeta calle por calle.
¿Nunca te diste cuenta de lo de los aeropuertos? Estabas demasiado distraído con el cierre de fronteras que no extrañaste el ruido constante de los aviones, ¿verdad?
Y la ciudad sin tráfico. “Ojalá así fuera todos los días” dijiste. Ahora lo es. Y no es tan bonito como parecía.
Por un tiempo estuve acumulando provisiones en casa, pero a los pocos meses me di cuenta que no era necesario. Nos aferramos tan fuerte a la vida que conocíamos, que los supermercados siguieron abiertos y las estanterías surtidas. Había de todo porque nadie lo compraba. Un día noté que no estaba aquél empleado de toda la vida, pero tampoco pregunté por él. Ya sabíamos lo que le había pasado y era mejor no revolver el hormiguero.
Dejó de llegar el guardia de seguridad y tampoco llegaba el camión blindado por el efectivo. No era mucho, de todas maneras y hacía semanas que no se registraba un robo en la ciudad.
Aún recuerdo la noticia de la bóveda del banco que se quedó abierta sin que a nadie le importara. Yo me emperraba en pagar mis compras, primero al cajero que quedaba y luego iba dejando el dinero allí nomás.
Dejé de hacer cuentas.
Mis vecinos y yo empezamos a preocuparnos en serio cuando empezaron los apagones. Salíamos a la puerta con velas para espantar a los mosquitos, nos hablábamos en voz baja de una banqueta a la otra. Había muy poco que decir. En la otra cuadra alguien contaba chistes y oíamos las risas y a veces también nos reíamos. Una noche dejaron de oírse las risas, pero los chistes seguían, volviéndose bromas crueles en el silencio y la oscuridad de la noche.
Hasta que dejó de contarlos.
La colonia entera era como un teatro vacío, donde sólo se oía una ocasional tos que no se sabía de dónde venía.
Pero el sol seguía saliendo. A las 6 de la mañana el tendero levantaba la cortina metálica que seguía cerrando neciamente con candado cada noche. Los viejos hábitos son los últimos en morir. No quise preguntarle por qué, porque yo seguía revisando el WhatsApp, esperando ver algún cambio en el estado de algún contacto. Incluso llegué a desbloquear los números de los cobradores y de los call centers, porque hasta eso habría sido mejor que el silencio que nos iba rodeando.
Mi vecino más cercano vive ahora en la siguiente colonia. He pensado en ir a visitarlo, pero la verdad es que no lo conozco muy bien. Y yo aquí estoy muy cómodo. Creo que ya no está entrando agua de la municipalidad, pero no importa, tengo suficiente almacenada y si no, hay en la vecindad.
¿Hoy es jueves? Creo que hoy era el día que pasaba el camión de la basura. Tal vez más tarde voy al super, porque me falta… mmm… no… creo que no me falta nada.
En serio, no se preocupe. Tengo todo, no me falta nada.
De verdad. No pasa nada.