Si los discípulos callan, las piedras gritan
Quien me conozca sabe que no soy fan de las muestras de piedad popular, tan populares en mi país. Hay algo rayano en la idolatría que me hace recordar que quien no conoce a Jesús, ante cualquier palo se arrodilla.
Pero hoy caí en cuenta de que no todos gozan del mismo nivel de educación que este servidor. No lo digo por vanagloria, que sabe Dios que esto no lo lee nadie y que si lo hicieran, en este mundo saber de Cristo es vergüenza, pero yo he tenido el privilegio de una educación amplia y profunda en los misterios de la Fe, que muy pocos que no sean religiosos consagrados quizás hayan recibido.
Si a esto le sumo que los pocos que sabemos, callamos; se entiende por qué los palos y las piedras tienen que gritar.
Para muchos la piedad popular es su única fuente de educación en la fe. Ya me lo decía hace mucho mi confesor, que el Señor tenga en su Gloria, pero hasta esta semana no lo había entendido.
Tres semanas atrás le pedía a Dios la conversión de una persona muy querida para mí. Pero nunca le hablé, por vergüenza, por temor, porque dice el mundo que aquí no se habla de política ni religión, porque quería respetar su libertad de elegir. Cuál no sería mi sorpresa (y decepción, debo reconocerlo) cuando esta persona cae en las garras de un grupo protestante.
Estaba furioso cuando me enteré, debo reconocerlo. ¡Qué dolor! ¡Qué traición! Y luego me dije: “¿Y qué hiciste para impedirlo?” En el Evangelio de hoy el padre repetía: “Si ellos callan, las piedras hablarán”. Hoy no me queda más que agradecer al Señor haber oído y respondido mi oración, aunque no se haya hecho mi voluntad, sino la Suya. Y agradecer más porque no hubo necesidad que una piedra cobrara vida y hablara. Seguiré rezando por que esta persona tan amada venga al seno de la Iglesia, pero si no fuera así, debo aceptar que no todo es para todos. Para algunos es la teología en latín, para otros la Misa dominical, para muchos su procesión del Viernes Santo y, con todo el dolor de mi voluntad machacada, para otros son los hermanos separados. ¿Quién soy yo para pedirle al Señor que reprenda a sus discípulos?
Lc 19,39-40