La Pociúncula
Estamos en el siglo 11, doscientos años antes de Lutero y su Reforma. San Francisco, “il poveretto” se preocupaba por la gente pobre que no tenía dinero suficiente para “comprar” una indulgencia.
Pongámonos en contexto: La Iglesia Católica, necesitada de fondos para financiar las cruzadas y recuperar los santos lugares, decide hacer una colecta masiva y manda laicos por todo el mundo a vender libritos (así cómo hacen hoy día varias denominaciones cristianas). Lamentablemente muy poca gente sabía leer y los vendedores tampoco, y empezaron a malinterpretar las intenciones del Papa. En vez de vender el libro para obtener fondos, empezaron a vender los beneficios esperados de la venta de los libros. Pero no ya la recuperación de los santos lugares, sino la salvación de las almas. En pocos años la colecta se volvió “venta de indulgencias”, con los comerciantes haciendo pingües negocios de la ignorancia de la gente (así como hacen hoy día varias denominaciones cristianas). Eso fue lo que enojó a Lutero y de allí la Reforma Protestante.
Pero nos adelantamos. Doscientos años antes, un hombre que ni siquiera se llamaba Francisco (nació con el nombre Giovanni, pero le decían “el francesito”, y de allí “francisco”); renunció a todas sus riquezas familiares para dedicarse a los pobres. Siendo pobre él mismo, se dio cuenta que la gente normal no podía pagarse una indulgencia ni un viaje a Tierra Santa para la salvación de su alma. Construyó una capillita (la que se ve en la foto, pero sin los cuadros ni las luces ni el templo que la rodea), tan pequeñita, en un terreno tan miserable que le llamaban “la porcioncita”, en italiano “la porziuncula” y en castellano “la porcíuncula”. Contrasta esto, aún hoy, con los megatemplos financiados con dinero de los ricos.
Inspirado por el mismo Cristo, fue con el Papa a pedirle indulgencias gratis.
Otra vez, pongámonos en contexto. El Papa era por esos tiempos el hombre más poderoso de la Tierra, rodeado de innumerables capas de seguridad y una rosca inaccesible de hombres poderosos y muy adinerados. Ni un Donald Trump se compara hoy día con el Papa de aquéllos tiempos. Y Francisco, tachado por loco, viviendo en una miserable covacha, vestido de harapos, decide ir a pedirle que renuncie a su mayor fuente de ingresos. Vaya usted a la Casa Blanca y pídale a Trump que quite los impuestos, y aún no se compara con lo que hizo Francisco.
Aún no se sabe cómo hizo Francisco para penetrar en el palacio y hablar con el Papa. Sólo eso debería considerarse objetivamente un milagro, aunque hubieran explicaciones racionales. Quizás al Papa le hacían gracia las locuras del francesito que pasaba el día cantando a los animales, pero el caso es que lo recibió.
En muy pocas palabras, el santo de Asís le dijo a Su Santidad que quería que la gente salvara su alma visitando su capillita miserable, sin pagar un centavo. La rosca por supuesto se opuso. Pero donde manda capitán no gobierna marinero y el Papa dijo que sí. Tan enfático y firme fue su “sí” que persiste hasta hoy sin que medie documento alguno que lo certifique. San Francisco decía que era así porque lo había ordenado Dios. Hay que creerle.
Los papas sucesivos no se atrevieron a contradecir a Honorio III (repito, doscientos años antes de Lutero) y antes que reducir el efecto de la indulgencia, la han ampliado a todos los templos franciscanos y todas las catedrales, hasta 8 días después de la celebración original. Lo que antes costaba una fortuna y muchas veces la vida, hoy se consigue gratis a la vuelta de la esquina.
Para mí la Porciúncula es la demostración más patente de que la Iglesia (y Dios) no son como los pintan. La salvación es gratis y fácil de obtener, no requiere enormes sacrificios ni grandes riquezas. Ser católico no necesita estudios complicados ni donaciones constantes. Así ha sido desde hace 800 años. Los milagros ocurren todos los días.