La contemplación de la cochambre
Decía Santa Teresa que entre las ollas también anda Dios. Aunque desde entonces las tareas domésticas se han considerado ingratas, creo que es tiempo de revalorizar ese momento tan repetido en casa, que también tiene mucho de Dios.
Esta semana operaron a mi esposa y no puede mover un brazo. Está reposando, así que me ha tocado hacer las tareas domésticas que desde hace décadas hace ella. No teniendo más remedio, me puse a meditar en Dios, Sus pastores y nosotros.
Nosotros somos como la comida que se cocina en las ollas. Al principio, todos somos fideos tiesos y crudos y venimos a esta olla –a este mundo– a ser probados en el agua hirviendo. El sacerdote, pastor o guía de almas es el cocinero.
Hay cocineros muy buenos que aprovechan hasta el último de los fideos de la olla, saben cuidarlos, removerlos constantemente, aderezarlos y condimentarlos para que cada uno cumpla su misión en la vida. Hay otros menos cuidadosos, que dejan que la olla se pegue, con el consiguiente desperdicio de fideos.
No siempre es culpa del fideo quedarse pegado en la olla. Pero cuando toca, es poco lo que se puede hacer.
Cuando Dios viene a salvarnos, es como el chef experto que puede reducir el desastre causado por el cocinero inepto. Sin duda aquéllos fideos quemados no volverán a ser lo mismo, pero con la ayuda de Dios podrán ser alimento todavía.
Estaba pensando que yo debo haber sido uno de esos fideos pegados a la olla. Inservible, inútil, sólo bueno para tirarse al basurero, a la Gehena de los judíos. Pero vino Dios y decidió rescatarme. No, ya no seré parte del plato principal, pero si me dejo manipular, condimentar y pasar por agua fría, quizás pueda quedarme por allí en la mesa.
Mientras paso por ese proceso, vivo pensando que yo no merecía esto. Que yo debí haber sido de los fideos aldente que fueron sin más a bañarse en la salsa de la fuente. Pero no me tocó y no tengo más remedio que aceptarlo. Mucho hace Dios con rescatarme y creo que si ha decidido rescatarme no fue para tirarme al basurero.
De todas maneras, las ollas quedan sucias. Es parte del mundo, que existan ollas sucias y personas que no pueden ser rescatadas. Ah, qué más quisiera el cocinero que al terminar de cocinar las ollas quedaran limpias y listas para ser usadas de nuevo. Pero las ollas no son así y el mundo tampoco.
Lo cual me hizo pensar en lavar ollas y lavar ropa. La ropa me sirve más para el ejemplo.
Todos los días, mis hijos y yo ensuciamos una cantidad ingente de ropa. Es increíble el volumen de trapos que cuatro chicos pueden generar en un día. Por muy cuidadosos que sean, los más chicos se enlodan y los grandes sudan. Es parte de la vida. Como parte de nuestra vida es andar en este mundo sucio y enlodarnos y sudar cada día.
Así como la ropa se lava cuando empieza a oler mal, es bueno lavar el alma con frecuencia a través de la confesión. Uno de mis hijos tenía la mala costumbre de guardar sus camisas sucias amontonadas en su cuarto. Se imaginan ustedes el desastre que es capaz de hacer el sudor de un adolescente en un cuarto húmedo durante un par de días. Lavar aquello era una tortura, cuando se podía. Muchas veces las camisas se echaban a perder.
Lo mismo pasa con nuestros pecados. Al principio son pequeños y poco apestosos. Cuando mi hijo llega sudando del judo, no huele mal. Huele a sudor, obviamente, pero no es algo repulsivo. Sé de buena fuente que algunas chicas lo consideran incluso atractivo, pero no me crean a mí, pregúntele a él. Si en ese momento se quita la playera y la pone a lavar, la limpieza es muy fácil, el olor se va con el primer remojo. Pero cuando el pecado se oculta, va corrompiendo el alma hasta el punto que se vuelve algo asqueroso. El pecado es el mismo, mi hijo no juega fútbol después del judo ni nosotros necesariamente estamos pecando más. Pero la ocultación es la que pudre la camisa y el alma del pecador.
Cuando nos confesamos, pasamos por la lavadora –o la pila, para los más pobres y para los calcetines shucos–. Es cierto que al salir de la lavadora la ropa no queda como nueva, pero se puede volver a usar muchísimas veces. De aquélla enlodada y sudor no queda más que un remoto recuerdo, muchos ni sabrían que esa camisa ya vio mejores días.
Ahora comprendo mejor la importancia de evitar el pecado y confesarse frecuentemente. Confieso humildemente que yo era de esos que les gustaba caminar descalzo por la casa. En calcetines blancos, de ser posible. Claro, no era yo el que lavaba, qué me importaba que el calcetín quedara hecho una miseria. Ahora que me ha tocado la tarea de Jesús, o sea, lavar mis porquerías, soy muchísimo más cuidadoso sobre cómo uso mis calcetines y mi alma. Ciertamente mi señora es un ángel y sabe cómo despercudir la ropa, pero no es gracia pasarse horas en el lavadero restregando calcetines cuando es tan fácil usar zapatos o quitarse los calcetines para andar descalzo. “Evitar la ocasión de pecado”, dice la Iglesia. Es muchísimo más fácil que lavar.
Con el perdón de ustedes, voy de nuevo al lavatrastos, a ver qué me encuentro. Que el Señor nos coja confesados.