Aceptación total
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"Volver a ser niño", "amar a tu prójimo como a ti mismo", "Abbá", "no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe", "tu fe te ha curado".
A cualquiera esta serie de frases le puede parecer inconexa y sin sentido, pero existe (debe existir) un hilo conductor coherente en todo el discurso evangélico.
Me da la impresión que estoy descubriendo una hebra de ese hilo y quiero compartirlo. Se trata de la aceptación total. El niño en brazos de su madre, la aceptación del otro como si fuera yo, el Padre amoroso, el hombre de fe; todos tienen en común ese factor de aceptación absoluta, sin juicio de valor.
A nosotros nos cuesta mucho entenderlo, porque en la medida que nos vamos haciendo adultos nos volvermos muy criticones. No me gusta tu pelo, qué feo tu vestido, no me hablés golpeado, ¿por qué no sacas buenas notas? En la medida que vamos “formalizándonos”, cada vez encontramos más defectos en el otro, los señalamos, metemos el dedo en la llaga para que sangre, dejamos de confiar.
Y el Señor nos dice que si no somos como niños no entraremos en el Reino. Si no aceptamos al otro sin juicio de valor, no entraremos al Reino. Sin fe, sin creer ciegamente, no entraremos al Reino. Dios nos exige aceptación total. Aceptación de Él, como Él nos acepta. Confianza en Él como se confía en el padre. Creencia sin dudar, como el centurión. “Chish, si yo que soy soldado puedo hacerlo, ¿cómo no va a poder Dios?”
Y el mismo Reino, lo que llamamos “cielo”, podría no ser nada más que eso. Aceptación total. Con tu nariz torcida, tu pelo parado, tu barriga cervecera y tu mal modo. ¿Alguna vez la has sentido? ¿Alguna vez la has dado? Dime si no, durante ese segundo mágico, experimentas la felicidad total. Cuando tu cliente dice “sí” sin pedirte el regalo extra. Cuando tu empleado dice “sí” sin pedirte aumento de sueldo. Cuando tu hijo abre sus brazos y no le importa que estés cansado, sucio, molesto; cuando no te está pidiendo nada sólo está allí, confiado, feliz, sonriente, sólo porque sí.
¿Podrá existir algo más grande que eso, felicidad más pura, paraíso más brillante?
Y para los que puedan buscar aquí lecciones de marketing, ¿qué no es eso lo que quisieras de tu consumidor? ¿Que te aceptara sin descuentos, sin dos por uno, sin quejarse de la fecha de vencimiento y sin decirte que “está muy caro”? ¿No eres feliz tu, publicista, cuando tu cliente aprueba “sin cambios”?
Ya quisiera darte yo la receta para lograrlo, pero aún no la tengo. Aunque sospecho que empieza por uno mismo. Con la aceptación total del otro: de tu agencia, de tu cliente, de tu consumidor, de tu empleado. Hacerte niño y producir cosas para todos y no para un “target”, hacerte niño y jugar a inventar cosas: hacerte niño y escuchar embelesado la ronda que tu publicista ha preparado con todo su cariño, aunque en realidad no sea más que un garabato en un papel. No porque sea “bonito” o “feo”. Sino porque es tuyo y de nadie más.