No rindo culto a los cadáveres
La segunda costumbre más estúpida que conozco, después del “buenos días”, son los velorios.
Acepto que hace mucho tiempo, cuando no se sabía con certeza si el difunto estaba muerto o sólo se había acabado una botella del pacharán a escondidas, era muy necesario prender los cuatro cirios y esperar a que el cadáver empezara a oler mal.
Pero hoy día, con los avances de la sencia, es muy poco práctico esperar a que se levante el bicho que lleva ratos tieso y le han cambiado el aceite por formol.
No es que quiera faltarle el respeto al difunto ni a su familia, cada quien lo tiene porque se lo ha ganado; solo señalo lo impráctico que resulta en la vida real velar nueve días al muerto que ni siquiera está allí.
Sin embargo, a mis paisanos les encanta sufrir, lo mismo haciendo cuentas de quién dijo “buenos días” y quién no; que juzgando lo apropiado del vestido negro de la fulanita a la que se le miran las rodillas cuando se sienta.
Si el Señor me diera el poder de hablar con mis deudos durante esos nueve días (que seguro me los harán, si les gusta ofenderme en vida, no veo la razón para no hacerlo en muerte), les diría algo como “Galileos, ¿qué hacen allí con cara de pendejos? ¿No saben que el que se fue, así como se ha ido volverá?”
Los cristianos, supuestamente, pasamos la vida entera preparándonos para ese momento, y como si fuera examen del cole, justo entonces se nos olvida. Tan poco valor tiene la frase “pasó a mejor vida”, como el remanido “buenos días”: Nadie se lo cree, nadie lo dice con sinceridad.