Dejar ir a un amigo
Quiero recordar a Chu como fue. Un perro abandonado en la calle que consiguió un hogar y murió en ese hogar. La foto principal de este artículo la recibí poco tiempo después de la muerte de Diana, su antecesora. En aquél tiempo Enma, los patojos y yo todavía no formábamos una familia oficialmente; sin embargo, les pregunté a ellos si querían hacerse cargo de otro perro en la casa y dijeron que sí, así que de alguna manera, Chu fue nuestro primer vínculo familiar.
Oficialmente Chu debía haberse llamado “Estuardo” que fue el nombre que le puso Max, pero como Emmanuel todavía era muy pequeño, no podía decir un nombre tan complicado y empezamos a llamarle “Chucho” y así le quedó “Chu”. El Snoopy de la foto era uno de sus juguetes favoritos y la cola del Chu de los favoritos de Emmanuel.
Noblísimo animal, aceptó siempre su vida como era, sin quejarse, sin pedir nada más. Seguramente allí habría mucho para meditar, pero en este momento las lágrimas no me dejan escribir claramente. Lo dejaremos para otra ocasión.
Chu también fue el primero en adaptarse a las duras pruebas que la vida nos vino poniendo desde que vino a casa. Vino flaco y lleno de garrapatas. Allí lo vemos recién llegado a casa, las patas rasuradas porque acababan de operarlo y la mirada caída porque todavía iba bajo efecto de la anestesia. Eran los buenos tiempos y tuvo todos los cuidados que se podían comprar.
Apenas cinco días más tarde ya se le notaba la diferencia. Con su collar y su pelo cepillado, era otro animal. En los años buenos desarrolló una alergia alimentaria y había que comprarle sólo un concentrado carísimo. Vinieron las vacas flacas y se adaptó maravillosamente al concentrado más barato que existe. Nunca más tuvo alergias. Dios es bueno.
Tan bueno es el Señor que aunque los humanos de la casa llegamos al extremo de no tener nada qué comer para el día siguiente, Chu siempre tuvo lo necesario. ¿Dios lo quería a él más que a nosotros? No creo. Quizás sólo era más fácil pedirnos a nosotros que tuviéramos fe un día más.
Estos años han sido terriblemente difíciles para mí. Al perder mi empleo, perdí mi autoestima. No quiero hablar de eso ahora -otro tema para otra ocasión, cuando no duela tanto-, pero sí recuerdo que de alguna manera, Chu estuvo siempre alrededor. Creo que hay algo en tener una mascota, un ser irracional sobre el que proyectamos nuestras emociones, que nos hace poner a ratos los pies en la tierra. El perro tenía que comer y había que limpiarle su patio. No voy a decir que todo era perfecto, pero siempre hubo “alguien” que se ocupara de eso y no siempre fui yo. Supongo que de alguna manera simboliza el apoyo que quienes han estado a mi alrededor me dieron en esos años y del que no termino de darme cuenta. Otra vez, no lo sé.
Durante el último año, al ir empeorando mi salud, tuve que dejar el cuidado de Chu en manos de Samuel para siempre. Me resulta imposible subir las gradas y así mi contacto con el perro se redujo en un principio a verlo desde abajo, luego solo a escucharlo y enterarme de su estado de salud por los reportes que me iban dando.
Hace unos ocho meses descubrimos que tenía cáncer en una pata. Empezó siendo sólo una inflamación, una cojera, un dolor que reaccionaba a los analgésicos hasta convertirse finalmente en una incapacidad para levantarse y un dolor insoportable.
Me negué por meses a llevarlo nuevamente al veterinario porque yo sabía que sólo había una solución posible. Pero ayer tuve que enfrentar la realidad.
Ayer Chu se pasó llorando gran parte de la mañana. Le pedí a Samuel que fuera a verlo y dijo que ya no podía levantarse. Lo trajo cargado a la ducha, lo bañó con mucho cariño, le puso un suéter, le pusimos el calentador de ambiente y pasó la noche sin moverse. No quiso comer ni tomar la medicina. Quiero creer que ya había aceptado su destino.
Hoy en la madrugada me volvieron a despertar sus quejidos. Bajitos, como no queriendo molestar, pero me taladraban el alma. Otro poco de calor y logro dormirse.
Cuando le llegó su hora no volvió a quejarse.
Ahora que Chu ha muerto, mi mayor temor es que el vínculo que formamos gracias a él también ha muerto. Seguramente mi señora dirá que soy un idiota y seguramente tendrá razón, pero como creo que esto no lo va a leer nadie más que yo, me atrevo a decir la verdad. Temo que se ha acabado una parte grande de mi vida, que es el fin de una era (porque lo es) pero que no habrá otra igual ni parecida en el futuro. Ojalá me equivoque.